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martes, 3 de marzo de 2009

Playas de Girona, verano de 1985



Situaros en el tiempo, verano de 1985.
Hacía un par de años que había dejado de navegar, cansado de soledades, de sal, de ver miserias en casi todas partes, de no pisar tierra, de emborracharme.
Mi esposa y yo nos habíamos dado unos años de descanso, de libertad, para buscar otros caminos y volver a estar juntos de nuevo si finalmente era eso lo que de verdad queríamos.

Sin trabajo desde hacía unos meses, había mandado a freír espárragos a una multinacional francesa que además de explotarme a mí, quería que yo exprimiera las vidas de muchos currantes, hombres y mujeres, que tenía bajo mi responsabilidad en un gran hipermercado de una hermosa ciudad gallega, con ría y todo.

Ligero de equipaje para tan largo viaje, como dijo el poeta, decidí irme a Italia de excursión. No conocía aún Venecia, ni Milán, al que luego he visitado muchas veces, ni había paseado por las calles empedradas de Verona, esa maravillosa ciudad que con Romeo y Julieta siempre será inmortal.

A las pocas semanas, cansado de cultura, de historia, de piedras, de paisajes de ciudad, de pizzas y ya sin dinero, decidí regresar por la playa, caminando, desde Roma hasta mi casa, en el sur, entonces en Málaga.

Muchos días, con sus noches, tardé en recorrer paisajes ya olvidados.

Descalzo casi siempre, mochila a cuestas, pantalón corto, sombrero de paja al techo, sin afeitar, bastón de madera en mano y a caminar.

Iba sin guía, mi brújula era el sol, mi camino hacia el sur, no había perdida posible, siempre bordeando el mar, me detenía donde me apetecía, casi siempre una playa guarnecida de los vientos dominantes. con una fuente de agua potable cerca, lejos los humanos y si encontraba un huerto con comida en mi camino era un hombre feliz y agradecido.

Recuerdo, ya vagamente, mi paso por las costas italianas y francesas. importunado por las autoridades locales de algunos lugares, demasiado selectos como para admitir a aventureros como yo, aligeraba el paso.
Cruzaba raudo las ciudades, las carreteras transitadas, los acantilados sin playas y las fronteras, en las que siempre, a pesar de mis papeles en regla, me observaban como a un bicho raro y seguramente lo era, pero no tanto.

En mi camino encontré a bastantes personas, normalmente en parejas, unos hacia en norte, otros hacia el sur, pero mas veloces, en bicicleta o andando siempre tenían un destino, mas equipaje y mas prisa, no eran como yo.

Ya no recuerdo el nombre ni el lugar, o no me quiero acordar, porque prefiero no volver a él y mantener mis recuerdos vivos y sin adulterar de lo que fueron unos días maravillosos en un paradisíaco lugar, de Cataluña, en las costas de Girona, en aquel lejano verano del 85.

Mi camino entre los pinos me acercaba al mar, ellos también debían querer verlo pues prácticamente llegaban hasta la playa, era ya casi de noche, monté en un momento, como siempre, mi pequeña tienda de campaña, en la que apenas cabía yo y mi mochila y de no mas de medio metro de alto, de color verde, para pasar desapercibida, aunque no siempre se conseguía.
Donde comenzaba a oírse el rumor de las olas,
allí me preparé un té de sobre sin azúcar, que no tenía, contemplé las estrellas, me dejé abrazar por los sonidos del mar y me dormí.
Me pareció escuchar por un momento vuestros cantos, Sirenas.

Al alba, con el trinar de los mas madrugadores inquilinos de los pinos, aun con un poco de frío, me puse mis sandalias de cuero y suela de caucho, había dormido con los vaqueros recortados a la altura de las rodillas y mi camiseta de algodón preferida y me fui a reconocer el terreno, como debe hacerse en estos trances.

Había llegado a una hermosa playa, casi una cala, de aguas transparentes, solitaria a esas horas de la mañana, quien sabe en el fin de semana, no vi ni rastro de fuentes, nada de agua, ni duchas, ni papeleras, nada.
Avancé, ya descalzo, por la arena llena de conchas y de todo lo que no quiere el mar, hacia el sur y, para mi sorpresa, encontré una hermosa playa nudista.

Había gente, no mucha, parecía que todos habían dormido allí, se veían tiendas montad, algunas ya abiertas, otras cerradas, sillas en algunas, unas duchas, una fuente con agua y un minúsculo chiringuito de playa, a esas horas con las sillas encadenadas, sin abrir.
No me lo pensé dos veces, fui a recoger mi campamento , dejado entre los pinos y me instalé en la parte mas al norte de aquel paraíso recién descubierto.

Debo reconocer, sirenas, amigas, que era la primera vez que recalaba en un sitio así, había visto algún cartel por el camino, pero jamás, hasta entonces, se me ocurrió plantar mi tienda en uno de aquellos lugares, iría derecho al infierno.

Como españolito educado con los curas, a la antigua, con un sentido del ridículo espantoso, tímido y vergonzoso casi siempre, decidido y valiente cuando la ocasión lo merecía, sentía mucho pudor, pero decidí, bendita elección, que no quería ser un textil mirón, así los llamaban a los que no se desnudaban en esos sitios, así que por primera vez en mi vida y con treinta y tres años, por dios, que vida llevaba, me convertí en uno más de los adanes que enseñaban sus vergüenzas en semejante paraíso.

Los primeros días apenas me deje ver por la parte mas concurrida, cerca del chiringuito, sería pudor o escozor, porque mi culo nunca había tomado tanto el sol, a base de horas, de alguna ampolla, de agua de mar, fui poniendo moreno en mi totalidad.

Mas confiado en mí físico, me acerque mas a las personas, a los hombres no, nunca me gustaron, solo me gustan las señoras, esas Sirenas enteras y bellas, que tostaban sus pieles paseando por la playa.
Casi todas iban en parejas, había algún grupo no muy grande, hablaban en francés, inglés, catalán, algunos italianos y en castellano los menos.

Mantuve parte de mi timidez y no acostumbraba a pasear entre tantas féminas, me dedicaba mas a nadar, a bucear, a recoger algún molusco para alimentarme, por las mañanas temprano me llegaba hasta unas masías que de todo tenían, y después de saltar sus vallas y hacer oídos sordos a los perros, recogía mi cosecha de tomates, ensaladas, pepinos...de todo lo que se comía tomaba prestado un poco.

Llegado a mi tienda, empezaba un ritual, para el almuerzo, de mas de media hora, partiendo, en múltiples cachitos, un humilde tomate, con una precisión de cirujano, aliñándolo con una pizquita de sal y un suspiro de aceite, guardado en un frasquito como quien guarda oro en líquido, nada de vinagre, ni pan, si acaso un trozo del duro, y comía empujando con los dedos.

Debía, creo, tener aspecto de un gran loco solitario y famélico, cual Don Quijote, había adelgazado bastante y aunque estaba sano y fuerte y el ejercicio continuo de mi peregrinaje había hecho asomar las olvidadas chocolatinas de mis años de deporte en la universidad, mi cara y mi culo debían de ser un poema, no me encontraba mal pero no podía ver muy bien mi aspecto pues el espejo que tenía apenas medía cuatro dedos.

Sea por lo que fuere, que nunca lo sabré, en una de esas comidas dignas de el mejor de los eremitas, se me acercaron dos sirenas hablándome en francés, idioma que, a dios gracias, hablo con buen acento de Béziers y me invitaron a ir con ellas a tomar un café a su tienda y acepté.

Supongo que apiadándose de mis escasas provisiones y de verme comer lapas a montones, al llegar a su morada me obsequiaron
como postre a mi tomate, con un buen surtido de quesos tiernos y franceses, con pan recién comprado, regando el gaznate con un vino tinto peleón enfriado en el mar, que me supo a gloria bendita, solo faltó la gaseosa.

Eran dos bellas señoras, sirenas como vosotras, muy hermosas, morenas, de no mas de treinta años cada una, bien equipadas en su delantera, moldeadas con curvas que aún me marean, pieles tostadas con muchos días al sol,
cabellos cortos, ojos alegres, manos pequeñas.

Allí, en bolas, tomando queso, sombra, vino y sol, hablando en gabacho de la vida, enseñando les alguna palabra divertida en español, bebiendo, charlando, bebiendo...

Y se fue poniendo el sol.

Tarde interesante, estómago saciado para unos cuantos días, vino a discreción que me desinhibía a mi y a ellas.
Nos dimos un baño, nadamos en competición hasta las rocas mas cercanas, jugamos en el agua y en la playa como tres amigos que se conocen desde la infancia.

Estaba mojado, lleno de arena, feliz.

Me cogieron de la mano, cada una por un lado y me llevaron a su tienda, decididas.

Os ahorraré detalles, amigas, si acaso otro día os los cuento, pero debéis saber que ni en mis mas atrevidos sueños tuve la osadía de pensar que algo como aquello me podía a mi pasar, ni siquiera en el cielo.

Horas de amor, de piel que quiere piel, de labios que besan cada rincón, que juegan junto al mar, que saborean cada ola, cada grano de su sal. Almas que olvidan sus penas, cuerpos que se entremezclan con placer, dar y recibir caricias, una pasión almacenada, por fin liberada de unos cuerpos.

Así debió ser el templo de Venus.

Por la mañana me fui a nadar, las dejé en su colchón, dormían abrazadas como deben de dormir dos hermanas o dos amigas del alma.

Al volver desde mis dominios de pesca, ya no estaban, al llegar a mi tienda encontré en una bolsa los restos de su nevera, queso, embutidos, pan, latas y algo de vino.
Y para mi sorpresa
un billete de mil, 
envuelto en un papel
que solo decía...

¡¡Merci!!

Al día siguiente, recogí mis cosas y me fui.

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